No se sabe quién pudo ser el primer poblador de estas tierras, desde luego no fue gente muy establecida porque dejaron escasas huellas. Quienes sí dejaron rastro fueron los astures cismontanos, pobladores mayoritarios de la provincia leonesa antes de la colonización romana.
Edificio Junta Vecinal de Navatejera, comprende: cafetería, centro médico, sala de conferencias y diversos departamentos. |
Navatejera. |
Los astures, como otras tribus hispanas, eran descendientes de antiguos invasores hace unos cuatro mil quinientos años. Aquellos invasores venidos de muy lejos eran mongoles y esteparios euroasiáticos, aquí se plantaron a caballo cruzando los pirineos, exterminando a todo varón y liberando a las mujeres para seguir pariendo con la semilla del invasor. De aquellas gentes descendieron los pueblos ibéricos de la Hispania descrita por Roma.
Los astures vivían en castros formados por cabañas de escasas proporciones y pobre construcción. Su agricultura era elemental y se les daba mejor la caza y el pastoreo que la pesca. Eran gentes guerreras difícil de suprimir que causaron mucho dolor y sufrimiento a los romanos que conocieron estas tierras cincuenta años antes de Cristo. Roma se dejó notar por estos parajes después de que se construyera el campamento militar por la Legio VII Gemina, en lo que posteriormente sería la ciudad de León en el año 68.
Toda esta zona fue territorio abandonado, no se instalaron en ella ni árabes ni cristianos, solo a partir de la reconquista comenzaron a levantarse monasterios, poblados y caseríos. Los dueños de las tierras eran de todo tipo: abades, algún noble con señorío, ciudadanos libres, etc.
Como te habrás dado cuenta, esta no es tierra de monumentos, se nota que no hubo aquí más señorío que el eclesiástico y algún lugareño enriquecido. Los monumentos más destacados son una Villa Romana o terma en primera estancia, decorada su interior con mosaicos de motivos geométricos y florales, con una explanada destinada a las faenas agropecuarias, y la iglesia parroquial de San Miguel Arcángel, construida en el siglo XVII con continuas restauraciones, una iglesia humilde, pero que bien merece una visita por su bonito retablo.
Pero la historia real, la historia de cada día, fue en esta tierra, la del trabajo duro de sol a sol. Tienes que saber, querido lector, que estás recorriendo conmigo la patria del ganado y el azadón, la del hocíl al cinto y podadera al hombro, la del penoso trabajo de la tejera y el arduo de la construcción.
Vivir aquí ha requerido no poco esfuerzo de las familias, gentes austeras en sus costumbres, aunque no poco alegres en sus fiestas patronales: San Miguel Arcángel, el ocho de mayo, patrón del pueblo de Navatejera, Los Altares en julio y San Antonio Abad, patrón de la cofradía del mismo nombre. Y se les nota una cierta hidalguía que da el saberse libre de señoríos desde hace siglos. Tendrán lo justo, pero han sido dueños de su presente y lo notarás en el talante abierto y digno con que te recibirán.
Como todos los leoneses, somos el resultado de cruces y repoblaciones. Que nadie te hable de gentes dominantes ni descendientes de astures, somos gentes descendientes de varias razas y colonizadores, lo mismo que un perro callejero, pues corre por nuestra sangre algo de romano mediterráneo, de galo europeo, algo de judío y mucho de moro africano. Somos hombres y mujeres nacidos de un pueblo que un día se inventaron en la reconquista, emparentados con gentes de otros pueblos y latitudes.
Parque “El Cardadal” de Navatejera |
Cuando se instalaron los primeros repobladores medievales, aquellos que inventaron este pueblo, tuvieron que vivir fundamentalmente del ganado, para los que se reservaban los mejores pastos, y todo ese praderío que llamaban “comunes” eran de todos, y todos los vecinos del pueblo podían mandar sus vacas y caballos.
En este escenario, el calendario rural estaba marcado por un invierno desde noviembre hasta abril en que las actividades se reducían al pastoreo, limpieza de prados, cuidado de las cuadras, la matanza (quien la tuviera) y las reparaciones o elaboración de utensilios y aperos agrícolas necesarios para la labranza que comenzaba en noviembre con la preparación de las tierras de secano, en marzo con el sembrado y en julio y agosto con la siega del cereal y la recolección del grano.
El verano era entonces la estación de la trilla y del riego nocturno, de esperar el aire para ventear la paja, de madrugar con el sol para recoger espiga, de cosechar el lúpulo, de bajar las botellas en un caldero hasta sumergirlo en las aguas frescas del pozo artesiano y contemplar el abismo oscuro de aquella oquedad oscura y misteriosa. Eran tiempos de las cosas simples, de pobreza y de abundancia.
La trilla tiene un componente de recuerdo agradable entre muchos niños y jóvenes de antaño, lugareños y veraneantes que disfrutaron dando vueltas en los trillos, tirados por una pareja de vacas o de mulas, y hasta encargados del caldero en el que se recogía los excrementos de los animales para evitar que estropearan las mies. Sin embargo, lo primero que me despierta de los recuerdos de la trilla no es la faena en sí que conocí muy bien, sino las palabras que se utilizaban en los trabajos y que corren el mismo peligro de desaparecer que la propia forma de trillar que ya no se ve más que en las recreaciones de algunos pueblos, pués la maquinaria acabó con el viejo método de de dar vueltas y vueltas, para después, esperar un día con algo de viento y "esponjar", o sea, separar la paja del grano.
Con la trilla se van sus palabras: Yunta, uncir, trillo, mayal, parva, ceranda, era, aventar, ejido, gavillas, acarreo de las mies, voltear la parva con la horca, aventar con la ceranda, ensacar el grano para llevarlo a la panera y la paja al pajar.
En aquellos años de mi infancia no era consciente de la dureza de un trabajo que iba mucho más allá de subirse al trillo, arrear la pareja y disfrutar con las vueltas. no valoraba entonces el duro trabajo, lleno de incertidumbre y sujeto a las veleidades del clima. Por eso cuando me dicen que en algún pueblo se preparan para hacer la fiesta de la trilla, entiendo las buenas intenciones de evocar una actividad ya periclitada como tradición, aunque para mi, realmente no es más que un simulacro de aquellos duros trabajos, es decir, obligaciones de mis antepasados, convertir en puro ocio lo que era pura faena vital para la susistencia.
Como comprenderás, en una población eminentemente agrícola y ganadera, verás poca industria. El arte popular fue durante mucho tiempo la fabricación de tejas y ladrillos con material extraído en terrenos del pueblo. Hasta no hace mucho, cada hombre de este pueblo sabía algo de carpintería, fontanería, albañilería, electricidad, amén de infinidad de trabajos y manualidades de las mujeres que han sido de siempre más artesanas que los hombres, ellas eran las encargadas de lavar la ropa en los pilones, cardar y tejer la lana.
Casi todas las tareas de la casa y del corral tenían a la mujer como protagonista, siempre detrás de los más duros trabajos: ellas amasaban el pan y adobaban la matanza, ellas lavaban las tripas en el agua helada, ellas metían sus manos en el mondongo para hacer las morcillas y los chorizos que solo ellas conocían las fórmulas exactas de la sal, la cebolla y la sangre. Ellas hacían las mermeladas y las conservas, y además cuidaban de los hijos. Ser mujer rural fue aún más duro que ser mujer.
Fueron muchas las ocasiones en las que tuvieron que romper el hielo de los pilones para poder lavar la ropa. Solo ellas, las de esa generación irrepetible e indomable, eran capaces de superar ese hecho cotidiano que produce escalofríos solamente de pensarlo. Ellas mejor que nadie, sabían bien el origen de aquellos dolores de espalda que amargó su vejez y para el que la ciencia por aquel entonces no tenía solución más allá de la aspirina que ejercia de remedio para todo.
Una cultura como esta solo pudo sobrevivir aferrada a un sistema de tradiciones hereditarias, de normas comunes y de costumbres que han ido perdiéndose con el paso del tiempo. Las tradiciones establecidas fueron las relacionadas con la vida cotidiana y los recursos que ofrecía la tierra: la “vecera” o turno de vecinos para cuidar los ganados del pueblo. Los “cotos” o zonas reservadas a pastos de temporada. El “concejo” del que formaban parte todos los vecinos cabeza de familia y mayores de edad que vivían solos o en compañía (en estos “concejos”, la mujer, mucho antes que en el resto de Europa, podía participar con voz y voto). “El toque de rebato” o repique de campanas, para dar noticia de algún hecho o prevenir de algo como tormentas, incendios o cualquier otra desgracia. “La hacendera”, que consistía en trabajos comunitarios como limpiar caminos o arreglar sebes, al que debían acudir todos los vecinos por ser de utilidad “común”. “Él rebusque”, que toleraba que un vecino atropara las patatas o espigas después de haber sido cosechada la finca por el propietario.
Otra de las tradiciones más populares era "la matanza" muy esperada por todas las familias, pues tenía de todo: reunión familiar, convivencia vecinal y excelentes comidas como unos filetes de lomo recien extraídos del cerdo y tirados sobre la chapa de la cocina de carbón con unos granos de sal gorda. Cuando los vecinos y especialmente los niños escuchaban cómo se rompía el silencio del amanecer con los estridentes gruñidos del gocho camino del banco, sabían que había que encaminar los pasos hacia aquella casa, en la que no faltarían unas pastas acompañadas de una copa de anis para los más mayores, o lo que pudiera venir de más, al margen del orgullo infantil sintiéndote mayor cuando ya te consideraban apto para sujetar el cerdo por el rabo.
Era "la matanza" una fiesta que duraba todo el día, más bien varios días, antes y depués de la fecha del sacrificio del animal. Desde matar el cerdo, revolver la sangre que caía al caldero previamente preparado, chamuscar las cerdas del animal con fuego de espigas de trigo u otras gramíneas después de secas, limpiar la piel con agua hirbiendo, colgarlo, estazarlo o descuartizarlo, lavar las tripas en el pilón, hacer y probar el mondongo, embutir, curar a fuego de leña los chorizos y jamones... todo un mundo de ritos en los que la figura principal era el matachín y la variedad de palabras utilizadas en todo el proceso es otro de los patrimonios en peligro de desaparecer.
No hay que olvidar por su importancia la fase previa a "la matanza", tan importante o más que la propia matanza en si misma, la de la compra y venta de los cerdos. Hay quién compraba lechones para criarlos en casa, y quienes no podían o no querian criarlos en casa, compraban ya cerdos grandes, casi siempre a vendedores de confianza. Eran los denominados "buenos gocheros", gentes muy apreciada en los mercados donde se hacían los tratos, pues de su buen egercicio dependía llenar la despensa para todo el año. Era una época en la que el pollo se consideraba comida de domingo y no al alcance de todos y, en el caso del pescado existía el dicho de que "cuando un pobre come merluza, es que alguno de los dos está malo".
Los mercados eran entonces diferentes. Las vendedoras por ejemplo calzaban madreñas, vestían de negro, los animales expuestos al público eran de corral, el pesaje se hacía con romana, y todos los animales menos los de caza, perdices y liebres principalmente, se vendían vivos y era el comprador el que tenía que sacrificarlos, despellejarlos o desplumarlos, limpiarlos y luego, cocinarlos.
Era costumbre por entonces dejar por navidad el aguinaldo a los policias municipales que regulaban el tráfico de la ciudad de León. Esta costumbre formaba parte de una cultura de la "sobrevivencia" que propiciaba la ayuda del "común" en aquellos servidores públicos cuyos sueldos dejaban mucho que desear. Había aguinaldos para carteros, barrenderos, serenos o maestros a los que se les regalaba un gallo por aquello de "pasas más hambre que un maestro escuelas", dicho sin ningún ánimo ofensivo de quien comió ese gallo.
El cura de Navatejera que yo conocí, D. Domingo, tenía por costumbre dar un sermón por Navidad: "Es bello y entrañable encender el árbol de Navidad, pero dejadme que os recuerde que la luz importante es la interior, la que todos llevamos dentro y que estos días de celebraciones navideñas debemos mostrar al resto de convecinos y visitantes". D. Domingo quería decir con aquellas palabras, que los más pobres, los más necesitados, los que ni siquiera tenían los recursos necesarios para adornar sus casas con el árbol de Navidad o con un Belén, debían mirar para sus corazones.
Entonces eran Navidades de cosas sencillas: preparar el Belén cogiendo escoria de las tejeras para transformarla en montañas donde se erguia el palacio de Herodes; el musgo y los tapines arrancados del campo para representar la tierra fértil donde se colocaba el Portal de Belén con San José, La Virgen Maria, el Niño Jesús y el resto de figuras, el burro, el buey y los pastores con sus animales, arena de las obras para representar al desierto, papel de plata sacado de las pastillas de chocolate que simulaban el curso del agua de un arroyo. Después, sobre un papel azul oscuro que hacía de fondo, brillantes estrellas y el cometa que guiaba a los Reyes Magos hasta el Portal de Belén.
En mis recuerdos, la Nochebuena estaba marcada por el ajetreo de mi madre en la cocina preparando la cena y la comida de Navidad, alimentos comprados en su mayor parte en el mercado a los agricultores de los pueblos cercanos que traían los productos de sus huertas y animales vivos que criaban en los corrales. Familias reunidas en torno a la cena, abrazos por las calles, villancicos, panderetas, cucharas sonando sobre botellas de anis "El Mono". Luego, la misa de gallo con la adoración del Niño Jesus, y después la comida de Navidad, menos copiosa que la cena, pero igualmente rica, rica.
El año se cerraba con la cena de Noche Vieja, con las doce uvas acompasadas con el reloj de la Puerta del Sol y fiesta hasta altas horas para recibir el nuevo año. Cuando ya tenías edad para salir a la capital con los amigos, festejábamos el nuevo año en el Club Radio, con orquesta en directo interpretando canciones populares y modernas, cerrando la noche en la Viña tomando las riquísimas sopas de ajo que hacían o chocolate con churros en Las Lleras. Y así cerrabámos la fiesta fin de año, y a por el siguiente... como ahora.
Dejaban aquellas viejas Navidades buen sabor de boca. La cabalgata de los Reyes Magos era todo un acontecimiento y era el verdadero día de los regalos. El Rey más querido entre los magos era Baltasar, y solía llevar la cara pintada ya que era dificil encontrar un Rey Mago negro de verdad. Eran tiempos en que, influidos por las películas de vaqueros que inundaban las carteleras de los cines, y donde casi siempre ganaban los buenos (los indios eran los malos), nuestros deseos iban encaminados a las pistolas para que luego nos sirvieran de defensa en los encuentros con los chavales de otros barrios. Había otros chicos que preferian emular al Capitan Trueno, al Llanero Solitario o al Guerrero del Antifaz, a tal fín pedían a los Reyes Magos que les trajeran una espada, un escudo y una capa. En fin, como ya dije anteriormente, eran otros tiempos, ni mejores ni peores, simplemente diferentes.
Los días agridulces eran los posteriores a la festividad de los Reyes Magos, porque si bien te llenaban de alegría el poder salir con tus nuevos juguetes, al mismo tiempo presentias el final de las vacaciones y el encuentro con la realidad del colegio y los deberes diarios. De esta manera se ponía punto final a las Navidades.
Entonces la estancia principal de la casa era la cocia de leña y de carbón, donde se llevaba a cabo todas las tareas relacionadas con la alimentación, y en menor medida, aunque también importante, el cuarto donde se curaba la matanza, generalmente situado en el corral. Las pregancias o "abregancias" que hoy cuelgan vacias y olvidadas en algún museo, o en alguna palloza de pastores trashumantes, o tal vez en alguna vieja casa de la montaña leonesa, siempre sostenían, sobre el fuego, una pota. Las "abregancias" era unas cadenas de hierro que se colgaban en las cocinas y funcinaban como la vitrocerámica de hoy día; para más calor o menos calor, subías y bajabas los eslabones de la cadena. El humo que se generaba en el cuarto de la matanza, no solamente servía para curar y conservar los alimentos, era también un buen método de secado y mantenía a los roedores alejados.
Los tajuelos o "tajuelas", también conocido como "el tachulín", eran banquillos rústicos echos de madera con tres patas, ahora olvidados y solitarios reposando vacios en algún museo de aperos, fueron el atrezo de muchas tareas cotidianas como coser, ordeñar las vacas y ovejas, preparar la comida, como asiento de trillo, o simplemente para descansar sentado en uno de ellos cerca de la lumbre tras una larga jornada de trabajo. El fuego, tanto de la cocina como del cuarto de curar la matanza, era el elemento esencial que después de las labores diarias e inclemencias del tiempo, sobre todo en invierno trás las fuertes nevadas, congregaban al amor de la lumbre y entre los escaños a la familia y vecinos. Y allí surgían filandones que eran y son hoy, aunque en menor medida, tradición. Y al calor de todos ellos se acunaba la tradición oral con toda su mitología: se contaban historias, milagros, sucesos, leyendas, aconteceres y decires, como las grandes obras de la literatura, pués entre aquellas paredes ennegrecidas por el humo y los atisvos de otra vida mejor, conservamos hoy día todo nuestro ser: lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos.
Tras esas puertas ahora cerradas, siempre nos quedará esa imagen de nuestros abuelos contándonos historias, hablándonos de la importancia de cuidar de los animales de casa: de los gallos, gallinas, conejos, ovejas, lechones... "Hay que tener cuidado, repetían ante cualquier posibilidad de maltratar algún animal que con tanto mimo custodiaban en casa", Y no era un asunto menor el cuidar de los animales, porque ellos eran los primeros proveedores de la despensa, el mejor proyecto de susistencia en una época de escasez y pobreza. Imágenes que regresan una y otra vez a nuestra memoria, recuerdos que te forman y te arraigan a la tierra que te vio nacer. Tiempos pasados que nos empapan de una mágia especial.
Pero entre tanta penuria, siempre aparecía algún hecho relevante para la comunidad ¿Que persona mayor no recuerda la llegada de "Los Titiriteros" al pueblo? Un espectáculo lleno de luces y colores realizado por artistas ambulantes sobre un escenario al aire libre, un espectáculo destinado a entretener al público infantil y familiar. Comediantes, figurantes, trapecistas y cómicos que llenaban calles y plazas, todo un acontecimiento y una gran fiesta para el pueblo, una forma de pasar el rato la gente, un espectáculo lleno de música, bailes, juegos malabares, acrobacias y otros ejercicios de caracter circense como los payasos que con sus extravagantes gestos hacían reir a carcajadas a los más pequeños, y luego la rifa final de una cesta llena de embutidos y bebidas que parecía no tener fin y que ponía el broche final al espectáculo.
Y que decir de los carnavales, una fiesta que vestía las calles del pueblo de ritos ancestrales, cencerradas enmascaradas corriendo y atizando al gentío con las escobas, vejigas y rabos de cordero, como invocación a la llegada de días más largos y un clima más benigno. Y por supuesto el tradicional "Toro", construído a base de ramas de chopo y engalanado para la ocasión corriendo trás la chiquillada. Entoces, los chicos más pequeños nos conformabamos con pintarnos el bigote y lucir una boina con el fin de aparentar mayores, o ponernos una careta de cartón que se vendian en los kioscos. ¡Que tiempos aquellos! Tiempos de las cosas simples, de pobreza y de abundancia.
Antiguamente, cuando no existían ni los medios de comunicación, ni las redes sociales, ni los centros comerciales, ni siquiera la luz electríca, la forma de entretener los rigores del invierno con sus largas y frías noches, la forma de socializar y de procurarse ropa de sbrigo, la forma de hacer comunidad, de escucharse y ayudarse mutuamente era el filandón. La filandera o filandon era una costumbre social que destacó en su día, una especie de velada de cháchara y cotilleo en la que se comentaba la vida diaria del pueblo, se tejía, se remendaban calcetines, se apalabraban negocios, o simplemente se hilaba una historia con otra, era el contacto con la ficción que tenían los vecinos antes de que llegaran la radio o la televisión, repitiéndo relatos, compartindo aventuras, a menudo aportando y matizando los cuentos, a veces de forma intencionada y a veces sin buscarlos, con anécdotas locales, componiendo así, a fín de cuentas, una herencia de historias que la mayoría de ellas fueron pasando de boca en boca si llegar a pasar nunca por el papel.
Otra de las costumbres sociales de aquellos tiempos era pasar de un vecino a otro “el palo de los pobres” para atender por turnos a los más necesitados, o la "derrota", costumbre de abrir todas las cercas de los prados para que el ganado de los más pobres del pueblo pudieran aprovechar la hierba de la vega.
Otra práctica tradicional muy arraigada en Navatejera era la de alternar los hombres con vasos de vino, sin otras tapas que unas aceitunas. Se pasaba el tiempo comentando ocurrencias, haciendo el tiempo libre más llevadero. Se establecían rondas de vasos de vino entre los componentes de las pandillas de amigos que, diariamente, a la hora de salir del trabajo, o después de la misa de los domingos, realizaban el pertinente itinerario por los bares y tabernas que entonces eran muchos y cercanos a los domicilios.
El café después de las comidas era otro gran referente de la época, acompañado casi siempre por un cigarro faria. Los bares eran los lugares donde, como decían los mayores, más gramática parda se aprendía y de la que no se enseñaba en la escuela.
Otra cosa irrenunciable era la partida después de comer hasta la hora del trabajo por las tardes, Era muy frecuente ver a la gente con el palillo en la boca por miedo a perder el sitio en la mesa a la hora de completar los componentes de la partida de mus, tute o dominó, incluso en días festivos.
Pero no todos podían disfrutar de una partida y de un cigarro faria. Cuando a principios de primavera sonaba en los corrales el golpeo acompasado del martillo contra el filo de la guadaña, empezaba para algunos el tiempo de la siega. Esta tarea requería mucha paciencia, buena vista y tino en el golpeo, pero era necesario, la guadaña bien afilada evitaba sudores innecesarios en aquellas eternas jornadas que comenzaba al amanecer hasta que el cuerpo aguantara, con una simple pausa al medio día para un almuerzo campestre con bota de vino y agua fresca del manaltial más cercano.
Otra de las costumbres que se ha perdido con el tiempo era andar con madreñas por el pueblo. Antes se iba a todas partes con madreñas porque no había otro calzado para combatir al barrizal que se formaba en las calles sin asfaltar después de una nevada o un chaparrón de verano. Biene a mi memoria unas madreñas pequeñas y negras que usaba mi madre que siempre quedaban a la puerta de nuestra casa, de la iglesia o del ultramarinos, varadas como barcas a la espera de su dueña. Hoy día esta costumbre de andar con madreñas se ha perdido, en parte porque ya no son tan necesarias como antaño, y porque la gente mayor se abergüenzan de utilizarlas.
Las tradiciones religiosas han aguantado mejor el paso del tiempo, como la fiesta patronal de San Miguel Arcángel, patrón del pueblo de Navatejera el ocho de mayo, o la fiesta de Los Altares en junio con la procesión de niños y niñas que el año en curso realizan su primera comunión acompañados de sus familiares y vecinos, sin olvidarnos de San Antonio Abad, patrón de la cofradía del mismo nombre que celebra sus actos religiosos el 17 de enero con la misa y procesión del Santo, el 24 misa de la Octava, el 1 de marzo misa del Santo Ángel de la guarda y en noviembre misa por todos los hermanos/nas difuntos de la Cofradía.
El modo de vida de Navatejera ha cambiado radicalmente. Ya no verás tantas tierras de centeno ni de trigo como antes, ni espigas esparcidas en las eras para trillarlas, ni parvas antes de separar el grano de la paja, ni remolinos de brujas que aparecían en la trilla. Hoy, el principal recurso de la gente mayor son los sociales de pensiones, complementados en algunos casos con productos de la huerta, y para los jóvenes, principalmente los trabajos que proporciona la cercana ciudad de León.
Si te decides a visitar este pueblo, seguramente habrá cosas que te causen alguna sorpresa, informaciones que te dé la gente con la que te cruces, quizás oigas alguna canción popular, o tal vez te llame la atención el fabuloso parque de juegos para los niños del “Cardadal”, o el polideportivo con frontón, gimnasio y piscina cubierta. Sea lo que fuere, siempre serás bienvenido a este pueblo que te acogerá con los brazos abiertos.
Escudo de Navatejera. |
Navatejera no tiene bandera, pero tiene un escudo para preservar la identidad, el patrimonio y las tradiciones del pueblo. Un blasonado cuartelado en cruz en el que el primer cuartel representa a San Miguel Arcángel, patrono del pueblo de Navatejera y protector celestial en actitud de guerrero, portando un escudo y una espada capitaneando a los ángeles contra Lucifer. El segundo cuartel representa una columna romana, que evoca a la época romana y a los romanos que conocieron estas tierras cincuenta años antes de Cristo. El tercero representa las tejas, en clara alusión a las cuatro tejeras que acogió este pueblo en el pasado. Por último, el cuarto cuartel que representa el antiguo Reino de León, representado por el león majestuoso, rampante y fiero (aunque no tanto como lo pintan).
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