La voz del campo de Navatejera en otoño. 🍂

Ya es otoño en los campos de Navatejera, ese largo descanso que se toman los árboles después de habernos brindado sombra y frescor durante el caluroso verano, regalándonos todo un largo festival de evolutiva coloración y la coreografía de las hojas al desprenderse de las ramas y caer al suelo hasta su desnudo total.

El presente otoño, aunque algo más lluvioso que el anterior, no puede ser más limpio y bonancible. Es un otoño de libro, el prototipo de otoño en esta zona de la geografía leonesa: lluvias abundantes en la primera quincena de octubre, luego cielos rasos al atardecer, heladas nocturnas suaves y un centro del día soleado y piadoso que permite pasear en mangas de camisa.

Completa esta estampa bucólica, la tranquilidad del tiempo de finales de octubre, sereno y fino, que posibilita a su vez escuchar de una ladera a otra el canto de las aves y percibir los aromas agradables de setas y hongos.

Otoño en el campo de Navatejera.

En efecto, me agrada el otoño, una época de grandes cambios en la naturaleza, sobre todo la espectacular transformación del campo de Navatejera, que como ya me conoce, parece querer darme la bienvenida con el nuevo atuendo otoñal pardo cobrizo, acompañado de los trinos y gorjeos de una alondra suspendida en el cielo aleteando frenéticamente, regando con su canto los sembrados como una lluvia fina de primavera.

Pero en estas tierras ásperas y desabrigadas, ahora sin espigas ni paja, no solo se oye el canto de la alondra, hay más gente emplumada que vive en estas tierras pardas. A la luz dorada del atardecer de un día de finales de octubre, el campo se anima por seguiriyas. Desde un terrón aislado de un barbecho chilla una calandria con voz retorcida reclamando la propiedad de una parcela, y desde un lindero, en lo alto de un mojón de piedras sueltas, reclama un triguero entrelazando su canto explosivo con los gorjeos de una tropilla de jilgueros que se alimenta en torno a unos cardos borriqueros al borde del camino.

Barbechos en los campos cerealistas de Navatejera en un atardecer dorado de octubre.

Con el frescor del crepúsculo, cuando los dorados rayos empiezan a ocultarse detrás del monte agreste, a esa hora en que la naturaleza empieza a adormecerse y la brisa olorosa y tibia se torna húmeda y seca, poco antes del parón obligado, toda la comunidad forestal se explaya por bulerías. Desde una encina añosa, dos arrendajos, incapaces de pasar desapercibidos, dedican la caída de la tarde a interminables regañinas con gritos y parloteos que solo concluyen cuando uno de ellos se da por vencido. Y desde un rodal de robles melojos, se oyen los últimos zureos de las torcaces entremezclados con los arrullos de algunas bravías antes de trasladarse a los dormideros. 

Ya con el sol en el ocaso, entre los terrones aristados de una tierra recién arada, se escuchan los últimos gorjeos de una terrera a punto de regresar a su área de invernada en África. Y desde la lejanía, se divisa la silueta de dos milanos reales flotando sobre las copas de los árboles más altos de un chopal, mientras aletean y silban agresivamente encaprichados por la misma copa, como si les fuera la vida en descansar sobre un determinado posadero. 

Entre tanto, los bulliciosos pardales van rellenando el atardecer dorado con ruidosas concentraciones para pasar la noche en torno a una higuera. Pero los gorriones y arrendajos, no son los únicos alborotadores de la tardecita, puestos hacer ruido, ni tordos ni urracas se quedan atrás. Todos los atardeceres, en una frondosa arboleda, cerca de las casas del pueblo, hay una batalla vocal de graznidos destemplados y ásperos por el derecho a posarse en una determinada rama. Y no será por falta de espacio… digo yo.

Más tarde, ya entre dos luces, a esa hora en que la vista da paso al oído, un graznido en lontananza dibuja el horizonte, media docena de pegas se despiden del día dirigiéndose a sus dormideros en la floresta colindante con el parque de Valdeiglesia. Mientras tanto, desde lo más profundo de un viejo pinar, se escucha el canto inconfundible del cárabo, dando la bienvenida a la creciente oscuridad con un ulular profundo y lastimero. Y desde un erial moteado de aulagas y tomillos, las pocas perdices que van quedando esparcen sus cloqueos para reunir el bando y emprender juntas el vuelo hacia un lugar seguro donde pasar la noche, tal vez entre los cavones de algún barbecho o las pajas de un rispión.

Contraste de luces y sombras en un atardecer dorado de octubre en el campo de Navatejera.

Hay otro momento en el que el campo irrumpe por fandangos. Un rato después de la puesta de sol, ya prácticamente entre dos luces, aún se siguen oyendo las últimas voces del día, como si todas las horas de luz no hubieran sido suficientes. Desde el interior de un bosquejo repoblado de chopos blancos, un cuco lanza su última retahíla, su llamada esconde una trampa, su canto resuena desde la distancia, pero en realidad, el pájaro aun estando muy cerca suena muy lejos (el cuco siempre engaña a quienes le escuchan). 

Siguiendo por fandangos, desde un seto entretejido de zarzas y maleza, un mirlo negro de pico amarillo sale volando al ras del suelo quejándose con potentes y escandalosos cacareos al paso de unas reses con cencerros de hojalata camino del establo. Mientras, desde un lugar impreciso de un pajonal, se escucha la llamada entrecortada de un grillo que suena con sordina; bajo, áspero y sin color, como si estuviera agotando la cuerda que le dieron durante el verano.

Ya es noche cerrada, no se ve nada, todo es confusión y oscuridad, ha llegado la hora de los merodeadores nocturnos. Por el monte y pinares centenarios corren misteriosas llamadas, sombras y tenebrosidad. Comienza el principal concierto flamenco de la noche, esta vez por tarantos y alegrías. Desde un sardón gruñe la zorra en celo, retozan las liebres en la rastrojera, croan las ranas desde un regato erizado de carrizos y espadañas, ronronea un sapo corredor hundido casi por completo en el agua, maúlla el mochuelo en lo alto de un tocón, silba el alcaraván desde un pegujal, grita la coruja con su canto ululante y trémulo, relinchan las fantasmagóricas lechuzas y, desde su posadero nocturno, en lo profundo del monte agreste, aparece el gran duque como director de orquesta con la batuta levantada y su canto profundo y lúgubre. 

Sin embargo, tanto estruendo nocturno, no es más que el preludio del gran silencio invernal que está por venir, de las noches largas y la quietud de las heladas, de los días sobrios, de luz opaca y viento glaciar…

Flor de la Merendera pirenaica, “lirio de otoño”.

La Merendera pirenaica, también conocida en Navatejera como “lirio de otoño” o “campanita de campo”, florece a finales de septiembre principios de octubre, generalmente con las primeras lluvias otoñales y permanece florida hasta la próxima primavera, luego en verano las hojas desaparecen. 

Las flores, aunque suelen crecer en grupos, son solitarias. Tienen seis pétalos de color rosa-púrpura. El fruto es una cápsula con numerosas semillas que quedan a merced del viento o son arrastradas por el ganado, lo que favorece su dispersión. En el campo de Navatejera se la puede ver en el monte, en zonas pedregosas y umbrías y bajo encinas y otros arbustos, así como en praderíos.

Esta planta también se la conoce con el nombre común de “sementera”, pues su floración indica que es tiempo de sembrar las cosechas del año próximo. Hay que recordar que esta planta es tóxica, muy similar al azafrán silvestre.

Rosal silvestre con su fruto, el “escaramujo” o “tapaculos”. Mediados de octubre.

Majolinos y brunos, un auténtico manjar para las aves en otoño.

En la apariencia de los inicios otoñales todo parece igual, pero todo ha cambiado. En los días despejados, los cielos son más profundos, de un azul más intenso, como si los hubieran deshollinado. Las noches se enfrían antes y el aire se vuelve más fino. 

El cambio se nota. Ahora los arbustos están llenos de frutos rojos y violáceos: majolinos, brunos, moras, frambuesas, escaramujos y otros muchos brotan en el mejor momento, cuando las aves y el resto de animales silvestres necesitan acumular grasa para pasar el largo invierno, unos prefieren la pulpa del fruto, dulce y nutritiva, otros como los jilgueros prefieren las semillas, auténticos concentrados de energía. 

También los olores de la vegetación reseca del verano han dado paso a los aromas del otoño. La humedad del aire ha destapado los tarros de las esencias y ahora, con el aire más fino, los olores se propagan con más facilidad por el campo.

El otoño en el campo de Navatejera es sin duda un placer para los sentidos, una estación que invita a contemplar el paisaje antes de que el gélido viento invernal se lleve sus colores y el campo vuelva a palidecer.


 

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