El escribano, el tenor del campo de Navatejera en los meses de marzo y abril

El escribano

 Si sales a pasear estos días por el campo, es fácil que te acompañe el canto del escribano, Su canturreo en los días soleados de marzo y abril nos anuncia la llegada de la primavera.

El escribano, el gran tenor del campo de Navatejera en los meses de marzo y abril, es un pájaro muy cantarín, su trino es algo machacón, pero inconfundible que, desde lo alto de un majano, una alambrada o un arbusto, repite incansablemente.

Su plumaje no destaca precisamente por su colorido, pero su canto nos trae a la memoria los paisajes de campiña en los que los barbechos y sembrados dominan el paisaje del campo de Navatejera.

Unos prismáticos te ayudarán a disfrutar de su visión. 

Escucha su canto. y mira el video como se baña. 🐦 


Entre barbechos y sembrados. Abril 2025.


Mira el video de un agricultor en el campo de Navatejera preparando la tierra para la próxima campiña y como se aprovechan las cigüeñas que le acompañan para alimentarse de insectos y pequeños mamíferos que salen a la luz tras ser descubiertos por el efecto del arado. Abril 2025.

Sembrados y barbechos es el paisaje predominante en el campo de Navatejera. Abril 2025.

Este año 2025 ha sido generoso en lluvias, y se nota como el campo y especialmente los sembrados lo agradecen. Abril 2025. 



Los aliagares de Navatejera

 

 Floración de un aliagar en abril. Navatejera 2024.

Ya es primavera en los campos de Navatejera, la estación del renacimiento de la naturaleza: aumento de las temperaturas, el deshielo, la floración de las plantas, el despertar de los animales, el regreso de las especies migratorias, el crecimiento de los sembrados… en otras palabras, la renovación de la vida animal y vegetal.

En este mes de abril comienza la floración de alguna de las especies de plantas más representativas de nuestro campo, de entre todas ellas destaca la aulaga, más conocida en esta tierra por “aliaga”. Esta planta tan llamativa prolifera en nuestro campo formando corros (aliagares) fuertes y vigorosos, protegiendo el suelo estéril tanto del calor abrasador del verano como de las fuertes heladas de invierno.

Es sin ninguna duda una de las plantas más familiares que nos podemos encontrar en el campo de Navatejera, aunque no de las más estimadas. Ella en principio tampoco se hace mucho de querer. Algo deforme y tremendamente pinchuda, forma corros intransitables que te deshacen la piel de las piernas, las espinas son como punzones rectos y fuertes que te atraviesan el pantalón por muy recio que este sea. Eso lo saben bien los cazadores cuando tienen que adentrarse en estos corros detrás de perdices y liebres, refugio predilecto de estos animales.

La aliaga en plena floración.

Fuera del periodo de florescencia, siempre aparece oscura, agresiva y triste, hasta que un día de principios de primavera estalla en una apoteósica e impresionante floración dorada. El sucio y viejo tono negruzco desaparece para dar paso a un espectacular amarillo bellísimo, cegador bajo el sol de abril y mayo. 

Las flores aparecen normalmente en grupos pequeños y cubren toda la planta en una densa masa compacta. El fruto es una legumbre como la de las judías, aplastada con los bordes más gruesos que se marcan perfectamente en la vaina. La fea y retorcida “aliaga” apegada siempre a terrenos pobres, se vuelve hermosa, se eleva sobre el paisaje y se adueña de la luz del cielo. La agresividad de las puntas afiladas se vuelve dulzura entre los suaves y delicados pétalos de sus flores.


Un aliagar de Navatejera en plena floración. Abril 2024.

Un aliagar antes y después de la floración. Su aspecto oscuro, agresivo y triste resulta poco llamativo para el paseante, pero beneficioso para el campo y los animales salvajes. Marzo 2025.

Cerros y laderas convertidas en aliagares. Marzo 2025.

Este “matojo” tan desagradable para la vista (fuera del tiempo de floración), es el mayor benefactor en la regeneración del campo de Navatejera casi desertizado por el excesivo pastoreo al que fue sometido no hace mucho tiempo. Antaño, estos cerros estaban pelados y tras las lluvias de primavera y otoño nacía un pasto de herbáceas, base nutritiva de los numerosos rebaños de ovejas. Tradicionalmente, los pastores la aborrecían, la quemaban para que el pastizal no se transformara en monte y se perdiera el pasto.

Antes de la mecanización de la agricultura, muchas laderas y cerros se labraban con mulas y arados romanos. Cuando los animales fueron escaseando y se dejaron de cultivar las estériles pendientes pedregosas, muchas de estas tierras se convirtieron en aliagares como los que muestro en estas fotografías, formando una alfombra inhóspita e intransitable para el caminante, pero regeneradora de la tierra como si se tratara de un paño balsámico y medicinal para la piel herida de un leproso.

Porque la “aliaga” querido lector tiene poderes extraordinarios: enriquece la tierra, toma el nitrógeno del aire y lo fija al suelo, por eso la “aliaga” no necesita terrenos abonados, el abono ya lo pone ella. La “aliaga” alimenta la tierra famélica, la previene de las fuertes heladas de invierno y del abrasador sol del verano, y lo que es aún más importante, la previene de la desertización y la acondiciona para futuras plantas. Luego ella se retira generosamente dejando el puesto a espliegos, escaramujos, majuelos, carrascas, robles, encinas… de otra manera estos cerros y laderas quedarían como el desierto de Tabernas en Almería, áridos donde los haya. Así de generosa es la “aliaga”.

Enero en los campos de Navatejera.

Ya es invierno.

Ya es invierno, un silencio matizado se extiende sobre el campo de Navatejera, matizado por algunas voces casi imperceptibles: el trino agudo de un zarcero, la llamada repetida de un petirrojo reivindicando su parcela, los silbidos de un carbonero garrapinos, la áspera protesta de un inquieto zarcero en busca de comida… Y frente al silencio blanco nunca faltan los graznidos broncos y ásperos de cornejas y urracas como jirones de voces desgarradas envueltas en la niebla: Kraar-kraar-kraar.

Pero contra la quietud gélida de la atmósfera, a ratos destacan otros crepitares: gimotean los robles cargados de escarcha todavía con las últimas hojas adheridas a sus ramas. Ráfagas de viento balancean las copas de los pinos y de cada uno de ellos extrae un rumor diferente, y en el valle se quejan los chopos más viejos a merced del gélido viento del norte. Y poco más, tal vez los ladridos lejanos de un zorro solitario o el chirrido ronco de una lechuza deambulando de árbol en árbol a la espera de que anochezca para comenzar su cacería diaria y sorprender a sus presas en la oscuridad. 

A medida que cae la tarde, un rumor sordo formado por el viento, el murmullo del campo helado y las pocas aguas que corren libres por los regatos me indican que es hora de volver a casa, de cerrar las puertas y encender la calefacción… si no está ya encendida. Sigue leyendo en este enlace:https://navatejeramipueblo.blogspot.com/2024/01/invierno-en-navatejera.html

La voz del campo de Navatejera en otoño. 🍂

Ya es otoño en los campos de Navatejera, ese largo descanso que se toman los árboles después de habernos brindado sombra y frescor durante el caluroso verano, regalándonos todo un largo festival de evolutiva coloración y la coreografía de las hojas al desprenderse de las ramas y caer al suelo hasta su desnudo total.

El presente otoño, aunque algo más lluvioso que el anterior, no puede ser más limpio y bonancible. Es un otoño de libro, el prototipo de otoño en esta zona de la geografía leonesa: lluvias abundantes en la primera quincena de octubre, luego cielos rasos al atardecer, heladas nocturnas suaves y un centro del día soleado y piadoso que permite pasear en mangas de camisa.

Completa esta estampa bucólica, la tranquilidad del tiempo de finales de octubre, sereno y fino, que posibilita a su vez escuchar de una ladera a otra el canto de las aves y percibir los aromas agradables de setas y hongos.

Otoño en el campo de Navatejera.

En efecto, me agrada el otoño, una época de grandes cambios en la naturaleza, sobre todo la espectacular transformación del campo de Navatejera, que como ya me conoce, parece querer darme la bienvenida con el nuevo atuendo otoñal pardo cobrizo, acompañado de los trinos y gorjeos de una alondra suspendida en el cielo aleteando frenéticamente, regando con su canto los sembrados como una lluvia fina de primavera.

Pero en estas tierras ásperas y desabrigadas, ahora sin espigas ni paja, no solo se oye el canto de la alondra, hay más gente emplumada que vive en estas tierras pardas. A la luz dorada del atardecer de un día de finales de octubre, el campo se anima por seguiriyas. Desde un terrón aislado de un barbecho chilla una calandria con voz retorcida reclamando la propiedad de una parcela, y desde un lindero, en lo alto de un mojón de piedras sueltas, reclama un triguero entrelazando su canto explosivo con los gorjeos de una tropilla de jilgueros que se alimenta en torno a unos cardos borriqueros al borde del camino.

Barbechos en los campos cerealistas de Navatejera en un atardecer dorado de octubre.

Con el frescor del crepúsculo, cuando los dorados rayos empiezan a ocultarse detrás del monte agreste, a esa hora en que la naturaleza empieza a adormecerse y la brisa olorosa y tibia se torna húmeda y seca, poco antes del parón obligado, toda la comunidad forestal se explaya por bulerías. Desde una encina añosa, dos arrendajos, incapaces de pasar desapercibidos, dedican la caída de la tarde a interminables regañinas con gritos y parloteos que solo concluyen cuando uno de ellos se da por vencido. Y desde un rodal de robles melojos, se oyen los últimos zureos de las torcaces entremezclados con los arrullos de algunas bravías antes de trasladarse a los dormideros. 

Ya con el sol en el ocaso, entre los terrones aristados de una tierra recién arada, se escuchan los últimos gorjeos de una terrera a punto de regresar a su área de invernada en África. Y desde la lejanía, se divisa la silueta de dos milanos reales flotando sobre las copas de los árboles más altos de un chopal, mientras aletean y silban agresivamente encaprichados por la misma copa, como si les fuera la vida en descansar sobre un determinado posadero. 

Entre tanto, los bulliciosos pardales van rellenando el atardecer dorado con ruidosas concentraciones para pasar la noche en torno a una higuera. Pero los gorriones y arrendajos, no son los únicos alborotadores de la tardecita, puestos hacer ruido, ni tordos ni urracas se quedan atrás. Todos los atardeceres, en una frondosa arboleda, cerca de las casas del pueblo, hay una batalla vocal de graznidos destemplados y ásperos por el derecho a posarse en una determinada rama. Y no será por falta de espacio… digo yo.

Más tarde, ya entre dos luces, a esa hora en que la vista da paso al oído, un graznido en lontananza dibuja el horizonte, media docena de pegas se despiden del día dirigiéndose a sus dormideros en la floresta colindante con el parque de Valdeiglesia. Mientras tanto, desde lo más profundo de un viejo pinar, se escucha el canto inconfundible del cárabo, dando la bienvenida a la creciente oscuridad con un ulular profundo y lastimero. Y desde un erial moteado de aulagas y tomillos, las pocas perdices que van quedando esparcen sus cloqueos para reunir el bando y emprender juntas el vuelo hacia un lugar seguro donde pasar la noche, tal vez entre los cavones de algún barbecho o las pajas de un rispión.

Contraste de luces y sombras en un atardecer dorado de octubre en el campo de Navatejera.

Hay otro momento en el que el campo irrumpe por fandangos. Un rato después de la puesta de sol, ya prácticamente entre dos luces, aún se siguen oyendo las últimas voces del día, como si todas las horas de luz no hubieran sido suficientes. Desde el interior de un bosquejo repoblado de chopos blancos, un cuco lanza su última retahíla, su llamada esconde una trampa, su canto resuena desde la distancia, pero en realidad, el pájaro aun estando muy cerca suena muy lejos (el cuco siempre engaña a quienes le escuchan). 

Siguiendo por fandangos, desde un seto entretejido de zarzas y maleza, un mirlo negro de pico amarillo sale volando al ras del suelo quejándose con potentes y escandalosos cacareos al paso de unas reses con cencerros de hojalata camino del establo. Mientras, desde un lugar impreciso de un pajonal, se escucha la llamada entrecortada de un grillo que suena con sordina; bajo, áspero y sin color, como si estuviera agotando la cuerda que le dieron durante el verano.

Ya es noche cerrada, no se ve nada, todo es confusión y oscuridad, ha llegado la hora de los merodeadores nocturnos. Por el monte y pinares centenarios corren misteriosas llamadas, sombras y tenebrosidad. Comienza el principal concierto flamenco de la noche, esta vez por tarantos y alegrías. Desde un sardón gruñe la zorra en celo, retozan las liebres en la rastrojera, croan las ranas desde un regato erizado de carrizos y espadañas, ronronea un sapo corredor hundido casi por completo en el agua, maúlla el mochuelo en lo alto de un tocón, silba el alcaraván desde un pegujal, grita la coruja con su canto ululante y trémulo, relinchan las fantasmagóricas lechuzas y, desde su posadero nocturno, en lo profundo del monte agreste, aparece el gran duque como director de orquesta con la batuta levantada y su canto profundo y lúgubre. 

Sin embargo, tanto estruendo nocturno, no es más que el preludio del gran silencio invernal que está por venir, de las noches largas y la quietud de las heladas, de los días sobrios, de luz opaca y viento glaciar…

Flor de la Merendera pirenaica, “lirio de otoño”.

La Merendera pirenaica, también conocida en Navatejera como “lirio de otoño” o “campanita de campo”, florece a finales de septiembre principios de octubre, generalmente con las primeras lluvias otoñales y permanece florida hasta la próxima primavera, luego en verano las hojas desaparecen. 

Las flores, aunque suelen crecer en grupos, son solitarias. Tienen seis pétalos de color rosa-púrpura. El fruto es una cápsula con numerosas semillas que quedan a merced del viento o son arrastradas por el ganado, lo que favorece su dispersión. En el campo de Navatejera se la puede ver en el monte, en zonas pedregosas y umbrías y bajo encinas y otros arbustos, así como en praderíos.

Esta planta también se la conoce con el nombre común de “sementera”, pues su floración indica que es tiempo de sembrar las cosechas del año próximo. Hay que recordar que esta planta es tóxica, muy similar al azafrán silvestre.

Rosal silvestre con su fruto, el “escaramujo” o “tapaculos”. Mediados de octubre.

Majolinos y brunos, un auténtico manjar para las aves en otoño.

En la apariencia de los inicios otoñales todo parece igual, pero todo ha cambiado. En los días despejados, los cielos son más profundos, de un azul más intenso, como si los hubieran deshollinado. Las noches se enfrían antes y el aire se vuelve más fino. 

El cambio se nota. Ahora los arbustos están llenos de frutos rojos y violáceos: majolinos, brunos, moras, frambuesas, escaramujos y otros muchos brotan en el mejor momento, cuando las aves y el resto de animales silvestres necesitan acumular grasa para pasar el largo invierno, unos prefieren la pulpa del fruto, dulce y nutritiva, otros como los jilgueros prefieren las semillas, auténticos concentrados de energía. 

También los olores de la vegetación reseca del verano han dado paso a los aromas del otoño. La humedad del aire ha destapado los tarros de las esencias y ahora, con el aire más fino, los olores se propagan con más facilidad por el campo.

El otoño en el campo de Navatejera es sin duda un placer para los sentidos, una estación que invita a contemplar el paisaje antes de que el gélido viento invernal se lleve sus colores y el campo vuelva a palidecer.


 

Cuidemos nuestro entorno natural.

Vertidos ilegales en el corazón mismo del campo de Navatejera.



Tomar nota, amigos, no todo lo que reluce en nuestro campo son rosas y claveles. Esto que podéis ver en el video es la firma del Homo sapiens sapiens, el llamado ser humano, el más inteligente de todos los seres que habitan este planeta, con su falta de respeto y consideración, no solo con la naturaleza, sino también con todos nosotros. Porque a nadie le gusta ver esta basura tirada en el suelo de su pueblo, en el corazón mismo del campo de Navatejera. Y para mayor escarnio, todos estos residuos repugnantes e indeseables, se hallan en un entorno natural mágico, rodeados de plantas silvestres, pinares centenarios, matas de robles y encinas plantadas por nuestros abuelos. ¡Qué vergüenza!

Estas atrocidades juega en decremento de nuestro pueblo y del magnífico panorama que ofrece su campo. Además, estas conductas incívicas produce un coste para las arcas municipales que pagamos todos con nuestros impuestos. Por eso, hoy más que nunca, hay que decir alto y claro, ¡Basta ya de arrojar basura a nuestro campo!

Según el consistorio municipal, se está trabajando de la mano del área del Seprona de la guardia Civil de León, intensificando los controles en las zonas más problemáticas como son los terrenos aledaños al cementerio Municipal, valle La Pardala y zonas próximas al polígono industrial. Desde el servicio de medioambiente y de este blog se solicita la colaboración ciudadana para denunciar estos vertidos ilegales y se recuerda que la ordenanza municipal recoge sanciones para los incumplidores.

El campo de Navatejera en agosto.

Una vista parcial del campo de Navatejera en agosto. Tierras de cereales recién cosechadas.


El campo de Navatejera en agosto.

Agosto es sinónimo de calor y bochorno, de días largos y cielos despejados, de sequedad y de muchas estridencias. Es el mes de los insectos terrestres, de chirridos y zumbidos. Solo hay que pasar un rato en alguno de los numerosos pinares que tiene Navatejera entre el estrépito de las chicharras, para comprender bien el sentido de la palabra “achicharrarse”.

En los jarales del monte de Navatejera y en los cerros cubiertos de tomillo y romero, entre las hojas pringosas de la vegetación, los insectos hacen su agosto. Un zumbido continuo emerge del suelo, son las abejas detrás de un botín que no pueden desaprovechar. Y mientras las abejas pecorean y recolectan polen y néctar, los abejarucos recolectan abejas para sus crías. Entre zumbidos de unos y silbidos de otros, una pega da la réplica con un penetrante cha - chac - chac, y desde la orilla de un regato de escorrentía, suena la melopea de un grillo de matorral.

Agosto es también tiempo de tormentas. En el cielo restallan tormentas sin agua, y el aire, igualmente seco, se carga de electricidad, y con ellas, pero también de la mano de algún irresponsable, llegarán los incendios forestales. Tal vez sea esta la verdadera canción del verano, una canción diabólica que siempre sigue los mismos pasos: crepitar del fuego, quejidos angustiosos de los árboles ardientes, voces de alarma y prisas, ruido de camiones y estruendo de hidroaviones de extinción volando a baja altura… Al final pasan las llamas y no queda nada, bueno, si queda algo, silencio en el aire y oscuridad en el suelo. Las dos caras de la misma moneda.

Pero incluso sin fuego, solamente con la calor de agosto, el campo suena a sequedad. Todo rechina aquí: chirrían las chicharras, zumban los abejorros, bordonean los moscardones, raspan las avispas, estridula una legión de saltamontes en las rastrojeras, restalla la hierba seca… Miremos, donde miremos, oigamos, donde oigamos, la canturria monótona de los insectos y el crujir de la vegetación al pisarla siempre está presente.

A tono con la temperatura, el campo está ahora recubierto de sonidos ásperos y resecos, de estridencias que arañan el oído y que transmiten la sensación de bochorno solo con oírlos. Solamente al anochecer, con la atmósfera algo más húmeda, los sonidos se amortiguan y las voces de los insectos parecen perder fuerza, salvo la llamada de los grillos que en la creciente oscuridad parecen aumentar. 

Con suerte, y si el cambio de clima lo permite, en este o en el próximo mes de septiembre, seguramente alguna tormenta descargará agua sobre unos pastos resecos de los que nacerá la primera hierba fresca en mucho tiempo.


Bandos de torcaces no dejan pasar la ocasión de llenar el buche con el grano esparcido por el suelo en una tierra de centeno recién cosechada.
 

Tierra de centeno recién cosechada con la paja aún por recoger. 

Rastrojeras en agosto.