Verano en Navatejera. (El Balcón de Navatejera)🌞

Achicharra la ola de calor de estos días a las últimas amapolas que aún quedan por el campo. El verano, sin importarle la calor, camina placentero por los campos de Navatejera, mecido por las hojas de los chopos que aún estornudan semillas blancas como copos de nieve.

Son las diez de la mañana y el día se anuncia caluroso, un sol de justicia impone su ley, no se mueve una hoja, todo mi cuerpo suda, estos calores abrasivos me sacan de quicio.

“El Balcón de Navatejera”. Al fondo el pueblo.
El balcón de Navatejera significa trasladarse a un rincón del campo de Navatejera desde el cual poder contemplar un paisaje agreste de pardos barbechos y amarillas rastrojeras salpicado por pinares, matas de robles, encinas centenarias, cerros espinosos y matorral bajo que en verano el sol lo abrasa sin piedad. Campos de parcelas separadas unas de otras por linderos de tonalidades ocres y leonados, a veces por verdes juncos, señalando el curso de algún arroyo o reguero por donde discurre el agua de escorrentía en tiempos de lluvia y nieve, poniendo una nota de color y de frescura en el ambiente.

Del cercano pinar se escapa un fuerte y vigoroso olor a resinas entremezclado con aromas de tomillo y romero que embriaga los pulmones y ensancha el corazón de plácida alegría. Las torcaces cruzan veloces el cielo limpio de la mañana en busca de los bebederos y comederos, mientras un par de milanos reales dibujan círculos concéntricos en el espacio aprovechando el suave céfiro.

Los pardales vivarachos y curiosos se hostigan entre ellos y chirrían esperando su turno entre las ramas de una palera cercana al abrevadero. Los pardillos y jilgueros también acuden para saciar su sed. De la arboleda cercana, se oye el arrullo machacón e intermitente de una tortolilla, ¡Turr-turr! … ¡Turr-turr! Los píos y revoloteos de zarceros y mosquiteros también se dejan oír, tal vez esperando el último turno de la mañana con el deseo ardiente de saciar la sed.

La cosechadora en plena faena de recolección.

Son las doce del mediodía, el calor aprieta de firme, está espesa la luz del sol y siento su gravedad sobre mis hombros, el agua es ya imprescindible en estos días largos y calurosos de verano. A las dos de la tarde ya da agobio, y se encienden los carrillos, y saca sudor de las partes más escondidas del cuerpo, y lo caldea hasta hacerle sentir apetencia de agua fresca. La hierba del suelo ya es de los saltamontes y grillos, y por todas partes, arriba y abajo, sobre mi cabeza zumban y bordonean moscas, moscardones y abejorros.

A las tres de la tarde la temperatura se estabiliza. Una calma augusta y virgiliana se extiende sobre el campo achicharrado por el sol, tan solo turba la serena tarde las largas e inconfundibles sesiones del cuco ¡Cuu-cu Cuu-cu!… ¡Cuu-cu Cuu-cu! Acompañado del chirrido de un grillo ¡Criii-criii-criii! ¡Criii-criii-criii! En busca de compañera. El campo está tan agotado y reseco que el clamor de los insectos se redobla. Del suelo sube un vaho sofocante en el que vuelan, a sus anchas, las abejas recolectoras, y por el aire abrasado se propaga la llamada chirriante de las chicharras.

Un grupo de vacas sesteando a la sombra de la arboleda.

Están ya las vacas recostadas a la sombra rumiando la hierba seca y pálida de los prados y rastrojeras. Corre el sudor por mi cara, la mano arrugada pasa su cansancio por la frente y se moja, y se empapa la gorra. Entre juncos y espadañas corre el agua clara y limpia de la fuente, escondiéndose entre floridas revueltas y volviendo a aparecer para unirse al arroyo en un beso de frescura y burbujas.

Empapo el pañuelo con el agua fresca de la fuente y me lo paso por la frente y el cuello para aliviar algo esta calor. Es el momento de echar un trago de agua fresca que apaga por un instante el rescoldo de mi garganta y me da un poco de alivio, y siento descender su frescura pecho abajo, es el momento de sentarme a descansar a la sombra protectora de los tres grandes árboles que tengo a mis espaldas y escuchar con atención a la naturaleza.

Los sonidos y los olores me trasladan a los veranos de mi infancia, cuando en este mismo lugar pasaba el tiempo cazando ranas con un trozo de lana roja. El verano era entonces la estación de la trilla y del riego nocturno, de esperar el aire para ventear la paja, de madrugar con el sol para recoger espiga, de cosechar el lúpulo, de bajar las botellas en un caldero hasta sumergirlo en las aguas frescas del pozo artesiano y contemplar el abismo oscuro de aquella oquedad misteriosa. Eran tiempos de las cosas simples, de pobreza y de abundancia, bastaba echarse una cesta al hombro y acercarse en el crepúsculo al arroyo más cercano con unos rateles bien cebados, depositarlos en los lugares más querenciosos y cenar unos suculentos cangrejos.


La fuente de agua clara.

Ahora, las tierras de centeno y trigo se han quedado desnudas, el rastrillo las ha quitado las últimas briznas de paja. El tractor lento y ruidoso se lleva su abultada carga, y ahora, sin espigas ni paja, el campo se queda triste. Las codornices y perdices abandonaron sus nidos y vuelan lentas y remisas, por lo que dejaron atrás, lo que era un mundo espeso y cerrado, es ahora un espacio abierto y sin protección. El refugio de perdices y codornices ha desaparecido de un día para otro, y toda la comunidad que vivía oculta entre las espigas, ahora se encuentra expuesta a los depredadores.

Por un tiempo las rastrojeras no tendrán otros moradores que torcaces, trigueros y gorriones alimentándose del grano desperdigado por el suelo. Saltamontes y chicharras serán el alimento preferido de los pollos de perdiz y codorniz que se salvaron del desahucio, mientras las rapaces otearán las amarillas rastrojeras en busca de alguna lagartija desprevenida tostando su piel al sol entre los tallos cortados y duros como cuchillas de las espigas.

Después de la cosecha.

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